jueves, 16 de febrero de 2012

J. Edgar




No es J. Edgar la primera ocasión en que Clint Eastwood se acerca al biopic en su ya longevo camino como narrador de las miserias y grandezas humanas. Los tres precedentes son Bird, sobre el excelso saxofonista Charlie Parker; Cazador blanco, corazón negro, en la que él mismo interpretaba a John Huston en pleno rodaje de ‘La reina de África’ y la chirriante Invictus, en la que regresó al continente negro para explicar la importancia que tuvo Nelson Mandela en la victoria de la selección sudafricana en un campeonato mundial de rugby.

En esos films, como en casi toda la obra de Eastwood, lo más interesante es el recorrido paralelo, perteneciente al mundo de las ideas y el aprendizaje, por el que se le cataloga de forma cansina como el último cineasta clásico. La destilación del contexto histórico ha sido parte importante de ese recorrido, y se ha sentido con especial brillantez cuando en relatos como Sin perdón o Gran Torino era la identidad de su propio país la que tocaba desvelar.

En J. Edgar, esas dos dimensiones del cine de Eastwood viajan de la mano a partir de un guión de Dustin Lance Black, a cuyo peso en la autoría del film hay que darle la importancia que se merece. De hecho, el relato se organiza de una forma similar a Mi nombre es Harvey Milk, también escrita por él, partiendo de los últimos días del personaje para recorrer su vida en distintos tiempos, despreciando el orden cronológico. Los entresijos del poder y la identidad (homo)sexual son otros elementos que también encontramos y que ya formaban parte de la emotiva obra de Van Sant, en la que la reescritura fílmica era más crucial que en esta ocasión, aunque no se desaprovecha la oportunidad de mostrar el papel que ha jugado el cine en la construcción que la sociedad ha hecho del personaje y se pone en pantalla la eterna escena hitchcockiana (el hijo en pie ante la madre acostada, rindiendo cuentas), muy adecuada dada la relación edípica y obsesiva que Hoover mantiene con su progenitora.

El aspecto biográfico se divide en tres relatos, que conviven de forma satisfactoria en la película. Con la franqueza y sensibilidad propias de Eastwood, se narran los últimos días de Hoover, en los que no le faltan nuevos secretos que sumar a su archivo de chismes, mientras que el relato de sus hazañas profesionales es contado a través de lo que el propio personaje explica a su biógrafo, por lo que no faltan invenciones y fanfarronería. Por último, lo más delicado es el retrato de las intimidades de Hoover, que reflejan la paradoja de que en materia policial la sociedad recibió trascendentales avances gracias a un hombre que había hecho de la represión su modo de vida.

Al tener que abarcar frentes tan diversos, J. Edgar es una película algo distinta en la filmografía de Eastwood. El realizador debe hacer frente a un ritmo más acelerado y apenas hay espacio para esa emotividad tan cercana que suele humanizar a sus personajes y engrandecer su cine. En esta ocasión, su talento está al servicio de una figura histórica por la que logra que sintamos fascinación al tiempo que, como siempre, abre ante nuestros ojos, aunque no aparezca en la pantalla, un universo narrativo inabarcable.

Fuente: http://www.notasdecine.es/64466/criticas/critica-j-edgar/

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